miércoles, 5 de agosto de 2009

Fútbol rural

La lechera de Gauna se volvió a pasar, por lo que Oscar ensilló el zaino para devolvérsela y aprovechar para, de una vez por todas, arreglar el asunto de ese alambrado que, por su estado, sólo marcaba el límite entre los dos campos. Hecha la faena y luego de unos mates bajo el alero, decidió volver por el camino, para ver cómo andaban los preparativos para el domingo. Al tranco, se fué arrimando para el boliche donde atendía don César. La escenografía era la misma que en casi todo el país: una estación de tren abandonada, testigo mudo de un pasado vivaz y pujante, un destacamento policial con igual destino, la escuela aún viva, alguna que otra casa y el boliche, con anexo de club, centro de la actividad zonal con intercambio de novedades.

Ahí nomás, pasando el taller del Pollo, estaba la cancha que, ese miércoles, aún lucía su estado habitual con el alto pastizal color sepia salpicado de vigorosos cardos verde oscuro rematados en intenso rosa de sus flores. Medio arco emergía de la tupida vegetación en cada extremo del lote. Dos ó tres vacas pastaban cansinamente bajo el calor de esa tarde de enero. Al día siguiente, el Pollo pasaría la desmalezadora y dejaría la cancha bien parejita, por lo menos a la vista. Oscar taloneó su caballo y, con galope corto, se dirigió a su casa, media legua más allá. El desafío anual contra los del pueblito se acercaba y era el tema de los espaciados encuentros que se tenían en el campo.

El viejo Silverio, tras largos atardeceres en el boliche, alternando con las obligatorias partidas de mus con Nino y Remigio, tenía el equipo armado. Tarea nada fácil en la movilidad laboral rural. Ya no estaban Omar, un arquerazo, ni Antonito, el hijo del tambero del arroyo. Uno rumbeó a otro pago, luego de la venta de su casmpo y al otro, ya mayor, le había salido un pique en una importante estancia del oeste. El puestero nuevo de Almeyda tenía aspecto de saber algo con la pelota, pero era una incógnita. El otro puesto lo iba a cubrir Salvador, el hijo del tractorista que, con sus catorce años, iba a debutar en el puesto que ocupó su padre hasta que se lastimó la rodilla arreglando una sembradora. "Es corajudo el chico" sostenía Silverio, para fundamentar su inclusión, más por necesidad que por virtudes deportivas.

Don Julio habilitó el despacho de bebidas y masas atrás de un arco. Los autos, camionetas y caballos fueron alineándose a un costado de la cancha, ya cortada y marcada con gasoil en trazo sinuoso y dubitativo. La siesta había terminado hacía rato. Los niños correteaban de acá para allá, sorprendidos y alegres por encontrarse tantos juntos por un día. Las mujeres, con sus mejores atavíos, conversaban animadamente mientras compartían mate dulce al costado de la cancha. El camión jaula de Cacho ya estaba en su lugar habitual, imponente al lado del resto de los rodados. Todo estaba listo.

(continúa)

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