domingo, 19 de julio de 2009

La Puñalada

Todo listo. Mejor, imposible. Desde un día diáfano, soleado y tibio. La brisa dice presente acariciándonos detrás de las orejas, casi haciéndonos cosquillas. Un ligerísimo escalofrío desciende por la espalda. El verde del paso encandila con su intensidad obscena. El círculo central y todas las rayas de cal contrastan en su blancura y presición. Los arcos lucen impecables redes, como novias sus velos el día de bodas. Los banderines, enhiestos, señalan las esquinas con una determinación inapelable. El juez, de intachable negro, supervisa con severa y justa autoridad las condiciones previas al juego. Su cabello prolijamente engominado, color ala de cuervo, refleja el sol con algunos destellos azulados. Los equipos, uniformados con vivos colores completan el cuadro que se concentra en ella, nívea y redonda, que le dará vida y sentido al encuentro.

¡Qué momento sublime! Me siento un gladiador listo para entrar en combate. La adrenalina corre por mis venas en la dosis justa, esa que equilibra la ansiedad y la serenidad. Hoy será un partidazo. ¡Que empiece ya, por favor!... Una extraña cosquilla interna, por debajo del ombligo, se expande hacia los costados, abrazando mi abdomen y comprimiéndolo, causando dolor cada vez más intenso. Me inclino ligeramente hacia adelante para aflojar la tensión y, como una puñalada, el dolor me atraviesa hasta llegar a la columna vertebral en zona lumbar baja. Al verse involucrados centros nerviosos, se produce un estertor con aflojamiento de piernas y un frío gélido asciende hasta la nuca y el rostro se pone lívido. Los brazos se adormecen. Un instante después, el embate cede.

La tranquilidad no llega porque el segundo embate de las entrañas es mucho más profundo y fulminante. Tanto que quedo doblado al medio para evitar la consecuencia natural del final de un proceso gástrico. Con lamento, recuerdo el mate de la mañana y ese jugo de naranja frío que tomé rato después. Una combinación letal. No sé por qué, pero la imagen de aludes de barro en zonas tropicales viene a mi mente con innecesaria recurrencia. Y me invade una soledad supina. Ya no distingo los rostros y las voces de mis compañeros. Apenas entiendo un "¿Te pasa algo, Bocha?" fugaz. Si respondo me desgracio. El combate interno requiere todo mi esfuerzo. Es una pulseada sin tregua que no permite respirar. El ingreso de una bocanada de aire significa, indefectiblemente, la salida de igual volumen de materia.

Tengo que ir al baño en este instante. Es aquí y ahora. El espíritu de equipo, la educación, moral y las buenas costumbres quedan en segundo y tercer plano. La bestia toma impulso para el tercer y definitivo embate, el de su triunfo a costa de mi dignidad. No puedo caer así. Instintivamente, tomo el camino del baño más cercano, sin importar su condición sanitaria. Si corro, pierdo. Si camino, también. La combinación de resistencia y premura producen un andar alienado, histérico y robótico, similar al de los maratonistas que caminan. Llego al baño. Es el estallido y la lágrima. La agonía y el éxtasis...

Sonriente, vuelvo como un rayo a la cancha. El Panza, desde la otra punta me ladra: "¿Dónde te metiste, huevón? ¡Entrá que ya estamos uno abajo!"
A pesar del resultado adverso, sigo sonriendo.

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